El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta murmurando: ¿Sí¿ pero Lenin sabía adónde iba. Involuntariamente se detuvo frente a la mancha verde del limonero en flor. Blancas nubes triangulares recortaban la perpendicular azul del cielo. Un remolino de insectos negros se combaba junto a la enredadera de la glorieta. Con la punta de su grosero botín el Astrólogo rayó pensativamente la tierra. Mantenía sumergidas las manos en su blusón gris de carpintero, y la frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de cavilación. Inexpresivamente levantó la vista hasta las nubes. Remurmuró: ¿El diablo sabe adónde vamos. Lenin sí que sabíä Sonó el cencerro que, suspendido de un elástico, servía de llamador en la puerta. El Astrólogo se encaminó a la entrada. Recortada por las tablas de la portezuela, distinguió la silueta de una mujer pelirroja. Se envolvía en un tapado color viruta de madera. El Astrólogo recordó lo que Erdosain le contara referente a la Coja en días anteriores, y avanzó adusto. Cuando se detuvo en la portezuela, Hipólita lo examinó sonriendo. ¿Sin embargo, sus ojos no sonríen¿, pensó el Astrólogo, y al tiempo que abría el candado, ella, por encima de las tablas de la portezuela, exclamó: ¿Buenas tardes. ¿Usted es el Astrólogo? ¿Erdosain ha hecho una imprudenciä, pensó. Luego inclinó la cabeza para seguir escuchando a la mujer que, sin esperar respuesta, prosiguió: ¿Podían poner números en estas calles endiabladas. Me he cansado de tanto preguntar y caminar¿ ¿efectivamente, tenía los zapatos enfangados, aunque ya el barro secábase sobre el cuero¿. Pero qué linda quinta tiene usted. Aquí debe vivir muy bien¿